EL ESPEJO - Por Patricia Bence Castilla

Escribo. Yo sé que Micaela tuvo la intención de avisarme, ese día tuvo la intención. Lo sé. Estaba observándome desde el pasillo. No hizo ningún movimiento, ella comprendía que los domingos para mí eran fatales. La noche anterior, como tantas veces (en esa costumbre de imitar a los mayores), había terminado con el resto que quedaba en el fondo de los vasos y de las botellas, fumado las colillas de los cigarrillos que se apilaban sobre el cenicero del living, y esperado, en una extraña ceremonia donde el aburrimiento era el centro, a que los mayores se fueran a dormir. Ellos no querían darse cuenta de que yo crecía. Ellos decían: demasiado joven, todavía una púber, una nena. De mí lo decían. Tal vez porque todavía no perfilaba un cuerpo que pudiera enfrentar al mundo con sus curvas demandantes. Era un cuerpo chato, endeble, era una ráfaga de viento que se quebraba al doblar cualquier esquina.

Ambas habíamos oído lo mismo: un quejido y luego, un eco sordo y seco, como el de un pedazo de mampostería cayendo sobre el pavimento. Sabíamos que la indicada para salir a investigar lo que había sucedido no era otra más que yo. Micaela estaba vieja y sus huesos la tenían a mal traer, por lo que le perdonaba sus achaques y esa lentitud exasperante. No pude dejar de imaginar toda la escena. También los vecinos habían oído lo mismo que nosotras: el ascensor subía y bajaba, las puertas, abriéndose y cerrándose, hacían un ruido que rebotaba aún más en mi desorden interior, sobre todo para quien había dormido poco. (Los mayores atribuían, mi mal dormir, a ser exageradamente afecta a las películas de terror). Tuve temor ese día, de que si no me presentaba rápidamente junto a todos los demás, me mirarían con malos ojos, como si sus ojos fueran un castigo del que tuviera que hacerme cargo. A mí no me hacía bien sentir la mirada reprobatoria de los otros. Me vejaba, me daba vergüenza, me daba la impresión que tenía encima un olor desagradable, como esos olores a podrido que hace que una se vea obligada a taparse la nariz, (en realidad era éste un sentimiento que se repetía una y otra vez). De todas formas, por un reflejo condicionado, que en ese entonces, debido a la edad no reconocí, negué la situación. Esa mañana me di vuelta contra la pared, me tapé con la manta hasta cubrirme totalmente, como si así, de ese modo, pudiera abstraerme de lo que pasaba en la vereda, y escaparme de una vida donde la infancia había estado casi ausente, ya no sólo me había olvidado cómo decir, sino cómo describir el dolor que me punzaba como como si tuviera clavado un estilete.

Mi deber era ponerme en pie, aunque me costara esfuerzo, debía ir a cualquier lado, moverme. De algún modo debía encontrar el valor que me faltaba, que me sirviese para enfrentar el miedo, aunque me costara, aunque fuera una obligación, debía hacerlo. El esfuerzo me ubicaría en algún parte, me sacaría de allí, no quería sin embargo, no deseaba verme envuelta en el melodrama que se estaba construyendo. Allí. Abajo: La mampostería, el ruido, aquello que se estaba construyendo lejos de mí. Yo también sufría de resaca, como los grandes, me dolía la cabeza. Me daba vueltas más allá de mi voluntad. Había losas debajo de esas sábanas que todavía guardaban un cierto olor a mí, pedazos de mí; huesos, cartílagos, dolor. Intenté reacomodarme. Recuerdo que dije: “¿Estaré soñando?”. ¿Qué significaba? Nada significaba. Como tampoco el modo que tuve de observar el tiempo, desde un ángulo diferente, grave, distinto, como si el hecho de ir pariendo horas, hubiese sido un modo perverso -única forma de parirme- o tal vez aberrante y devastador, eso de ir pariendo las horas como un hecho irreversible que me volvía a dejar otra vez allí, con los párpados entornados, mientras lo que yo hubiese deseado, era mirar al tiempo desde un ángulo diferente, grave, pero a la vez distinto.

Recuerdo que Micaela se había marchado, mejor, no quería tener su mirada escarbando mis penumbras. Oí que caminaba hacia la puerta, aunque podría haber marchado hacía cualquier otro lugar, cada lugar me resultaba indiferente, total y absolutamente indiferente, (a pesar de ser todavía una aprendiz de adolescente, sentía que acarreaba años, sin que tuvieran fundamento alguno y además, contra mi voluntad). Estaba viviendo mi propio infierno. Para mí, la culpa y la conmiseración, con el tiempo, se transformaron en un sello característico. Basta, me dije, la memoria me lastima con su autocomplacencia.

Pensé que la realidad era un estallido enfrentando el hueco de los ojos. Ésos ya vacíos de todo abismo, donde el perfil de las formas se había diluido y ya no tenía de donde aferrarme sin temor a trastabillar y caer, inevitablemente, al mismo lugar desde donde había tratado de escapar. Entonces para qué prestarme a esa situación, me dije, total, con cerrar los ojos. Pero, no pude. Nada podría silenciar la estridencia que provocaba la ambulancia, apenas cuatro pisos más abajo. Yo sabía bien lo que pasaba, vaya si lo sabía. Ella estaba desquiciada, no quería vivir más, todos lo sabíamos, todos hubiesen querido ayudarla, eran muchos los años de recorrer los pasillos, los timbres equivocados en la mitad de la noche. Yo sabía que se había hecho amar con su cara de ángel desheredado, con esos ojos transparentes como dos estrellas perdidas, no, no; lunas, dos fases de la misma luna. Así. Mejor. Siempre observando la nada, esperando, vaya a saber qué. Yo supe que ellos quisieron sostenerla, los vecinos quisieron, algunos, en esos días donde apenas podía subir los cuatro escalones de la entrada. Yo estaba aprendiendo a beber como ella; ella sentía como yo, ¿o era yo? Ya no sé. Dibujaba paletas de colores con esas minúsculas tabletas; pequeños cilindros, coloreados y sutiles, cuyo contenido ingería a manos llenas, hasta dañar ese pequeño cuerpo de ángel. Era un ángel que no podía subir los cuatro escalones de la entrada: le provocaban la caída, quebrándole las alas en una forma estrepitosa. Todos sabíamos lo que había sucedido. Ese día. Domingo, nueve de la mañana.

Escribo, aún escribo. Conté minutos ¿Qué significaban los minutos?, una suma de absurdos que ya no tenía ningún ánimo de calcular. No quería pensar, no deseaba hacerme cargo, no quería sumar ni restar, no quería nada, nada más. Para qué. Carecía de la mínima voluntad que se necesitaba para sobrevivir.

Irreversible, la suerte cuando estaba echada, era así, irreversible, cara o ceca, verdad o mentira. La misma moneda. Igual. Abajo. Allí. Esas puertas, cerrándose y abriéndose en movimientos desacompasados, sin que nadie supiera bien adónde ir. Yo comprendí que si lo intentaba; eso de bajar los escalones, no podría ya volver a cerrar los ojos, ya no, ya no iba a ser posible, lo supe desde que oí el ruido, o no lo oí, o tal vez me lo pareció, daba lo mismo, porque yo supe cuál era la cara del centavo que había quedado boca arriba, y supe, además, muy a pesar de mí, que estos huesos anudados de cualquier manera sobre mi cama, estarían pronto enfrentando a los vecinos, bufones de una corte en decadencia, de la cual yo sería un testigo más. Estaría junto a aquellos que cuanto más aspavientos, más sentido le daban a sus extraños artilugios. Tuve un pensamiento errático sobre eso de los bufones de un reino con huesos anudados de cualquier manera: Sobreviven calaveras con risas congeladas. Eso. Cualquiera que me oyese pensaría, con toda razón lo razonaría, que no sólo me estaba volviendo loca, sino, idiota, porque se me había despertado una estupidez tan palpable que ya no me restaba ni la esperanza de pasar inadvertida.

Recuerdo bien que me dije, que si me levantaba, al menos podría participar, después de todo, el arte no era más que la creación de simulacros y de ese modo, podría convertirme en protagonista de un papel secundario, o, en asistente (ya no más en esa niña amorfa que se despreciaba frente a su retrato), o convertirme, por qué no, en un extra de esos que llenan las veredas cuando no se tiene otra cosa que hacer, o mejor, podría convertirme en una intérprete. No era poco. Eso. Intérprete de mí misma. Me daba cuenta de que estas vueltas dentro de mi cabeza, no eran otra cosa más que la de tratar de evitar esa realidad. Se evade todo lo que daña. Es tan simple. Sabía que nadie ni nada me liberaría del sufrimiento, nadie podría hacerme comprender el sentido de las cosas. Algunas cosas. Las absurdas. Esas. La existencia no era para mí, más que una falacia, una idea que no fue llevada correctamente a cabo, empeoraba cuanto más lejos se estaba de su origen, de lo primigenio, de la matriz, de la gestación, de todo eso y más todavía, aunque yo no tuviera la capacidad de razonarlo con las palabras adecuadas. ¿Gestar? Suena como un crimen. A esta altura, cuando todos nos encaminamos hacia el abismo, ¿qué sentido tendría? Yo escribo: para trascender en el otro, para cargarle sus propios desaciertos, sus propias frustraciones, sus propios miedos, sus siglos de errores. Algo así como un mandato, una ley a la que el mundo se somete sin pedir perdón ni ofrecer ninguna condolencia. Es como una culpa que deber cargarse sobre la espalda. Y yo todavía estaba allí, allí, sin poder expiarla ni poder dormir.

Ahora,(como si el tiempo no se hubiese apiadado y sumara más años todavía de los que puedo soportar), me es fácil reconocer las vibraciones. Las que golpean los tímpanos con su queja. Desde aquí, desde estas hojas que nunca finalizan, las que parecen un largo cuento discontinuo, sigo describiendo, describo lo que oí, o lo que aún oigo. Siempre oigo. Lo que quiero y lo que no. Ese ronroneo de voces entrecortadas, murmullos, enjambre de sonidos sin que pueda distinguir una palabra, un verbo que manifieste verdad o certidumbre, un párrafo que suene verosímil, que de alguna manera exprese alguna cosa, una sola. Imaginé que alguien, abajo, pudiera estar deshojando margaritas. Me quiere. Mucho. Poquito.

¿De qué tema podrían estar zumbando las abejas en la planta baja? De qué Fulana bajó primero. De qué Mengano llamó a la policía. De qué la del cuarto todavía no se dignó a bajar. Voces que se sumarían a la de centenares, quiénes, a esa altura, antes de pasar por su casa de campo, o de colocar un trozo de carne sobre las brasas, pensarían, que lo mejor sería darse una vuelta por mi vereda, donde un centenar de voces dejaban sin nombrar a quién en verdad había bajado primero y que ya era sombra bajo esas frías pupilas dilatadas. No siempre había espectáculos gratuitos, dije, creo, o dije algo semejante, no me acuerdo. Sí dije: No me importa lo que digan. Debo bajar. Ahora, con el cuaderno abierto, deletreo: Soy con-cien-te de to-do lo que no a-pren-dí.

Escribo. Vi la cera de mi máscara derretida; un ricuts, un ojo lagañoso, una pasta maloliente y densa dentro de la boca, mejor, para no articular palabra, para qué, no valdría la pena. Tenía el pelo revuelto de una manera que no dejaba lugar a dudas de cómo había sido mi noche, aunque nadie quisiera reconocerlo, una jovencita sólo puede haber tenido un mal dormir: “Ves, es mejor que los niños no vean nada macabro antes de ir acostarse”. ¡Ah!, si desde la cabeza pudiera anidar nuevas ideas, al menos, algo habría hecho por mí ese día. Era inútil, demasiado tarde para cambiar. Mi código genético había logrado su cometido. Allí estaba yo ¿O era ella que se parecía a mí? Yo misma contesté: “No, ni ella ni yo, un espejo, me espantan las repeticiones, sobre todo cuando se trata de alguien que no conozco”. Eso dije, mientras inútilmente trataba de peinarme, sin darme cuenta de que había vulnerado, sin proponérmelo, el único lugar desde donde podría crear un mundo diferente. Claro, si hubiese tenido el coraje. Pero, ¿acaso coraje, no era cargar con el absurdo sobre la espalda, día tras día? Recuerdo que tomé una bata roja, la única que tenía a mano. Roja Roja. Mi sangre ya no era roja, se había coagulado, era negra, como el terror que se proyectaba dentro de mi mente. Estaba a tono con ese viscosidad que sentía debajo de la lengua. Iba a estar a la altura de las circunstancias. Por primera vez. Cuántas cosas inútiles se piensan cuando no se desea dar el primer paso. Quería volver a dormir. Sólo dormir. Cada movimiento transcurrió, lento, quebradizo, como si alguien se hubiese empeñado en detener el péndulo del reloj de mi mesa de luz, o lo hubiese partido en mil pedazos. Me costaba mover el brazo hasta alcanzar la nuca, ponerme sobre el camisón el manto púrpura del sacrificio: Otra vez el melodrama, la pantomima, esa que tanto criticaba ¿Justo yo me ponía de bufón frente al espejo? Iba a presentarme somnolienta, dentro de minutos nada más; la mirada azorada, como la de alguien que fuera lapidado y no atinara a defenderse. Así.

El ascensor estaba detenido, eran los vecinos, todos, en la planta baja. Todos, o casi todos. Alguien había dejado la puerta abierta del único ascensor. Sólo cuatro pisos. Para salir de mi resaca bajaría cada escalón como si fuera un ejercicio, no me vendría mal. No tenía apuro, después de todo era domingo. Micaela debía haber bajado delante de mí, aunque no lo había percibido, se había vuelto silenciosa con los años. Me dije; “Quizás ha sido ella. Esa, la que no cerró la puerta. No, claro, por supuesto, no, es imposible”. Mi incoherencia se estaba volviendo mi enemiga, mostraba el revés, la desmesura, el caos, el cosmos que se desperdigaba en mil fracciones frente a mi última inocencia. Le eché la culpa. A ella se la eché, para aliviar la mía, alguien debía cargar con algo. Debía ser por eso de la sobrecarga, de la necesidad de transferir mis males hacía otro lugar. ¿O es qué todo tenía que recaer en mí? Bajé despacio. A propósito bajé despacio. No tenía ganas de que me vieran llegar. Sería la última, la demorada. La que llegaba siempre con la máscara puesta. Por qué habría de presentarme de otro modo, para qué darles el gusto, no deseaba que en la última escena me tuvieran lástima. Pensé que lo mejor hubiese sido seguir durmiendo, hubiese sido mejor, porque cuando se duerme se está ajeno, no se tiene culpa. Las muertes que se tejen en los sueños no nos pertenecen.

Allí estaba la muchedumbre. ¡Ah!, la muchedumbre, esa masa de cabezas informes. Puntos, nada más que puntos. Superpuestos. Primeras filas colmadas para observar de lleno la tragedia, mientras que yo trataba de asumir mi rol dignamente. Allí estaba, de espaldas al sol, no deshojaba margaritas, mantenía los ojos entornados como si con ellos hubiese estado dispuesta a decirme algo. Una tela verde cubría su cuerpo hasta la mitad de la cintura. Quedó recostada sobre un brazo. Parecía descansar ¿en paz? Traté de pasar inadvertida, no era afecta a los rituales. Micaela, la vieja Micaela, el denso flequillo cayendo sobre el hocico, aulló frente al cadáver. En cuanto a mí, ya no era yo, ni mi madre era ella, ni el espejo era el espejo, sólo era una triste semejanza con la que aún soy. La que está todavía aquí. Escribiendo. Aquí. Escribiendo. Sí. Todavía.

Extranjera a la Intemperie® - 2004-2021 - Ciudad de Buenos Aires - Argentina