JALEA DE ALMENDRAS  por Beatriz Fernández Vila

 

“Jalea de almendras -decía Matilde- tengo que preparar jalea de almendras”. Y revolvía en una olla de cobre, una pasta extraña. Después la guardaba envuelta en unos lienzos blancos, blanquísimos, cubiertos con azúcar impalpable. Con el paso de los días se transformaba en un dulce sólido y maleable. Abandonaba por completo su aspiración a jalea, pero Mati insistía en llamarlo así.

La que le hacía verdaderos honores a su exquisitez era mi hermana. Que se empachaba desde octubre hasta noviembre, mes en que mi abuela comenzaba con las confituras de navidad. Motivo suficiente para que la especialidad de Matilde se salvara momentáneamente de la depredadora.

Paulita se trepaba a lo más alto de la alacena, donde Mati había apilado sus delicias para que no las alcanzara. Y las engullía por las noches con esmero. Después de que mamá pasara por el cuarto, y nos mirara la lengua para saber cuándo recurrir a la purga del mes.

“Jalea de almendras” repetía Matilde desde que comenzaba septiembre. Y compraba en el pueblo unas almendras doradas, y las ponía en agua hirviendo para quitarles la piel, y comenzar con su ritual.

Nunca me gustaron las almendras, pero sí ese dulce extraño que surgía después de horas de trabajo. Extenuante para mí, porque Mati le ponía tanto empeño que la apartaba de sus historias de brujas y duendes.

Ayer, cuando Guillermo vino a saludarme por las fiestas, y me regaló esa caja, con esos dulces deliciosos que preparó su madre, Yo que vivo a dieta, abrí uno para probarlo,  porque sé lo importante que es para él esa delicadeza de compartir lo que me trajo. Tomé cualquiera al azar, y me encontré con una jalea de almendras auténtica; flexible y dulce como la de mi Matilde. La devoré hasta el último trocito saboreando recuerdos. Atrapando contra el paladar, su estructura arenosa, para desmigajar pacientemente su dulzor, y que no se fuera más. Respirando navidad. Trepada al naranjo para recoger las flores de jacarandá que caían sobre el techo. Sintiendo el aroma de los duraznos rojos. Y el de los ananás, que colgaban de la galería aguardando el momento de entregarnos sus delicias.

Jalea de almendras repetía Matilde, mientras abría esa caja. Y me llenaba de duendes y me llenaba de hadas, y me arropaba el alma.

                

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